viernes, 8 de febrero de 2019

CAPÍTULO 2: NO TENGO DESTINO

Conduzco sin saber muy bien hacia dónde voy. Llego a un pueblo con mar, pero, justo antes de parar e intentar encontrar alojamiento, me arrepiento y vuelvo a arrancar el coche. Debo ser un imbécil, atardecerá en un par de horas y no tengo donde dormir. Pero tengo sensación de libertad. Tengo sensación de no tener miedo. Hace mucho que no me pasaba eso.

Paro en una estación de servicio y miro el móvil, en concreto, el gps. Qué lugar hay cercano? Sonrío al verme así. No conozco esta zona, nunca he conducido por aquí. La costa de Andalucía la conozco a medias. Con mis padres veraneábamos a veces por Málaga, pero nunca en Cádiz. No sé qué hago aquí realmente. No sé cuántas horas llevo conduciendo, cambiando de rumbo, desde Córdoba. Ayer hice noche en Sevilla, en un hotel bastante modesto, pero que me servía para descansar. Realmente, no me preocupa el dinero. Dejó de preocuparme cuando empecé a trabajar. Pero el trabajo comenzó a matarme, a matar mi mente, a hacerme sentir preso, desganado. Nunca me han gustado las cosas por obligación. Me sentía obligado a ir a trabajar. Como todo el mundo supongo, pero, para mí, suponía un esfuerzo extra y no sabía por qué.

La gota que colmó el vaso fue aquella tarde de Julio. Una tarde tranquila, sin avisos. De repente, un incendio. De repente humo. De repente, no poder salir de allí. De repente, el cadáver de una niña. No pude salvarla, de hecho, tuvieron que sacarme a mí, inconsciente. Sabía que había alguien en la casa, escuchaba a la madre gritar y no me lo pensé. Subí solo, desobedecí. Y abrí los ojos. Meterme en el cuerpo de bomberos fue un error. Yo tenía mi carrera. Imagen y sonido me encantaba. Incluso trabajé algún tiempo de eso, en una empresa de eventos. Pero me llamó ayudar a la gente. Superé las pruebas, físicamente estaba bien preparado. Pero, ayudar a la gente sin que te ayudes a ti mismo… eso no funciona. No podía dejar de trabajar porque no sabía hacer otra cosa. Había pasado demasiado tiempo desde que acabé la carrera, no estaba preparado. Una presión constante en el pecho, noches sin dormir, medicación… Mi psicólogo me aconsejó tomarme un respiro, pero el tema del dinero era vital. No tenía apenas ahorros, así que tenía que continuar. Y continué, con medicación. Una pastilla a diario, sin saber hasta cuando. Los síntomas cesaron parcialmente, pero no se fueron del todo. Tenía la sensación de que nunca volvería a ser cómo antes. De que nunca volvería a sentirme estable, fuerte…

Y ese 22 de diciembre cambió mi vida. Dos días antes, después de una guardia terrible, con intervenciones en accidentes de tráfico, con muertes de por medio… no quería irme a casa. Cuando entraba en casa era como si las paredes se cayesen sobre mí. Como si la cama me tragase. Como si todo, absolutamente todo, me provocara ansiedad y temor. Acabé en un pueblo, en una pensión, bebiendo sin parar. El propio dueño, viendo mi estado, me ofreció una habitación en aquella pensión para que no tuviera que conducir. Dudo que hubiera podido hacerlo sin estrellarme. Entonces vi el número. El 15. Uno de mis números favoritos. Me pareció increíble que un número tan bonito estuviera allí. La serie entera. Recuerdo la conversación con el dueño de la pensión.

-Hijo, seguro que quieres comprar la serie entera?

-Usted se queda algún número? – le pregunté con tono ebrio –

-Si, es el número que siempre juego – lo señaló – tengo varios repartidos por la familia… a ver si tocara! – exclamó mirando al techo – pero estos… - los volvió a señalar – si mañana siguen aquí, los devolveré.

-Démelos todos – le dije seguro –

-Hijo… estás borracho…

-Tome… - saqué 200 euros de la cartera – démelos.

El dueño me miró con cara de no estar muy convencido, pero, viendo el dinero, lo cogió y me los entregó negando con la cabeza. Los guardé en mi chaqueta y me subí a la habitación. Una habitación oscura, como mis pensamientos en ese momento. Me quedé dormido justo después de vomitar hasta la última papilla. Y, a la mañana siguiente, me fui.

-Te acuerdas que ayer te gastaste una pasta en los números verdad? – me preguntó el dueño –

-Si… - dije tocándome la cabeza – y, si me toca, le prometo que vendré a tomarme la última –

Me largué de allí, con una resaca del quince, hacia casa. Pensé en la locura que había hecho bebiendo tanto alcohol mientras tomaba medicación… pero no me pasó nada. Ahí empezó mi suerte supongo. Llamé a mi madre, tenía varias llamadas perdidas suyas. La calmé, le dije que estaba bien y me acosté. Y, a la mañana siguiente, mientras tomaba el café más cargado de la historia, lo vi en la televisión. El gordo era el 15. Ni siquiera sabía cómo era el número, el resto de números que lo componían. Me devolverán el dinero, pensé. Fui a cogerlos de chaqueta y se me cayeron al suelo. Coincidían uno por uno. 4 millones de euros, cantaban los niños súper emocionados. Me llevé las manos a la cabeza y me senté en el sofá. Y justo en ese momento, tomé la decisión. Era libre. Libre de dedicarme a otra cosa que me hiciera feliz. A no más noches sin dormir. A no más desgracias ajenas. Libre de dedicarme a lo que me diera la gana. A lo que se me daba bien. A lo que, en su momento, me preparé, y he seguido haciéndolo durante todo este tiempo por hobbie. La edición de imagen y sonido. Vídeos y más vídeos hechos por encargo con casi ni tiempo. Aquellas tardes montando escenarios en el pueblo, asegurándome que todo se escuchara perfecto. Preparando vídeos de presentación de las fiestas del barrio…  

Sonrío al aparcar el coche frente al hotel que acabo de encontrar gracias al GPS. 4 estrellas. Suspiro. Si me he gastado pasta en Sonia, esto me lo voy a gastar para mí. 

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