Nunca he sido una persona celosa. Ni posesiva. Ni he sido de
elucubrar antes de saber seguro algo. Pero sospechaba. Sospechaba dentro de mí,
pero no quería verlo. Hasta que lo vi con mis propios ojos.
Cometí el error (o el acierto) de plantarme en su casa sin
avisar. Llevábamos semanas hablando por teléfono 2 minutos al día. Me cortaba
rápidamente, leía los whatsapps y no me contestaba. Sabía que algo pasaba. Ya
ni siquiera hablábamos de cuando íbamos a vernos. Ya no porque estuviéramos
lejos, que también, sino porque, por su parte, no había interés. Aún así, en mi
empeño por intentar estar bien, siempre he intentado arreglar las cosas.
Nuestra relación apenas ha durado un año. Digo ha durado
porque está completamente terminada, tanto por su parte, como por la mía. Lo
mejor de todo esto es que, por su parte, terminó mucho antes. Al menos eso
entendí cuando, al presentarme en su casa, me abrió aquel tío en calzoncillos y
sin camiseta. La cara de ella al verme fue un auténtico poema. Sin saber muy
bien qué decir, solo acertó a soltar “qué haces aquí?”. La miré de arriba abajo
durante unos segundos y solo respondí “que te vaya bien”. Y me largué de allí,
con mi cara de perchero al que le han estado colgando abrigos en los cuernos
durante meses.
Claro, hasta que no se destapa la mierda, no se entera uno
de las cosas. Por lo visto, varios amigos que tenemos en común, sabían lo que
estaba haciendo, pero nadie tuvo la brillante idea de decírmelo. Maravilloso.
Simplemente maravilloso.
El mismo día, recibí un whatsapp por su parte. Ni una
llamada. Ni una triste llamada para hablar de lo sucedido. Todo explicado con
palabras que bien las había podido haber escrito él o cualquier persona que no
me tuviera ni una pizca de cariño.
“Hugo, tus movidas han conseguido esto. Yo no estoy en un
momento de mi vida en el que me planteé todo lo que tú te planteas. Has
conseguido hartarme. Intenté que te dieras cuenta, pero has venido a mi casa,
sin avisar. Ya has visto lo que tenías que ver. Esto tenía que haber acabado
hace tiempo. Solo te pido que no vayas pregonando por ahí todo esto. Nadie
tiene por qué enterarse de lo que hago en mi vida privada. Que te vaya bien”
Ese fue su mensaje. Lo repaso justo antes de encender el
motor del coche. Una media sonrisa irónica aparece en mi cara. Ni un lo siento.
Ni una disculpa. Solo reproche. La culpa es mía, según ella. Que yo sepa, no le
he metido a un tío en su cama. Ni le contesté ni le pienso contestar. Mis redes
sociales la tienen bloqueada, igual que creo que lo va a hacer mi mente dentro
de poco. Supongo que ya lo sabía, pero me negaba a verlo antes de verlo con mis
propios ojos.
Me incorporo a la autopista con la firme convicción de, de una vez por todas, reflexionar, pensar, decidir y actuar conforme me diga el corazón y la cabeza. Conseguir encontrar un punto medio entre esas dos partes de mi cuerpo que se van traicionando entre sí. El mejor sitio para hacer eso es, sin duda, la playa. Mi lugar favorito. Mi sitio en el mundo. Ese lugar que consigue bajar todo mi estrés hasta el suelo y enterrarlo en la arena. Ese lugar donde, con el sonido de las olas del mar, consigue llevarse todos los sonidos tormentosos que tengo en mi vida. Sonia solo es un sonido más. No es intenso, hace tiempo que ya no lo era. Así que supongo que, con las primeras olas, se irá y me dejará tranquilo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario